SUEÑOS ROTOS

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La realidad a lo largo de la vida, aunque tiene momentos maravillosos, es dura para una gran mayoría de personas o al menos tediosa; en mis fotografías no he querido reflejar la coma me decanté por la recreación simbólica… otra forma de soñar.

Por contra en los escritos he tratado de aprehenderla. No son invenciones de salón, ni recreaciones peregrinas, son historias vividas o cercanas, casi autobiográficas; de gente común que vio frustrado sus sueños… o no.

LA NOCHE DE SAN JUAN

Una fresca brisa recorre la noche. Desciende lentamente hacia la playa, delante de mí dos policías fosforescentes registran el bolso de un grupo de quinceañeras (esta noche la leña y la madera son artículos facinerosos…, ¿o no?

«Como no quieran mis compresas», comenta a sus compañeras con voz altanera la quinceañera registrada…, bueno, la noche empieza fuerte.

En la penumbra del entorno de la playa, una mezcolanza de tribus se arremolina; han venido los duros comanches, los pacíficos cheroquis, los venerables dakotas, los escandalosos y bebedores sioux; entre 1000 y 2000 indígenas asentados en el valle y las colinas próximas.

En la oscuridad suenan ininterrumpidamente los tambores de guerra, mezclados con el sonido de una dulzaina esteparia. La playa está provocativamente cercada, y en el interior de la cerca, una docena de policías municipales, algunos con escudos, vigilan sin mucha firmeza la arena.

Diez minutos para la medianoche, retumban los tambores apoyados por tres o cuatro petardos de gran potencia, los silbidos arrecian y, como en todas las batallas de la Historia, se inician los cánticos preliminares… «Tenemos un alcalde que es un facha, un facha, un facha».

Jovencitas cheroquis han encendido tímidamente algunas velas y avezados comanches dos hogueras en ambos extremos del valle. Los municipales no parecen muy dispuestos a dirigirse a las colinas para terminar con la rebelión.

Compás de espera…, tablas; «la playa es nuestro objetivo primordial», piensan en los jefes de las milicias de Oklahoma. «Hemos logrado encender y mantener las hogueras», comentan con satisfacción las tribus indias.

La dulzaina sigue aullando lastimera en las sombras, los tambores no paran. Jóvenes y enardecidos guerreros bajan de las alturas ocupando la cabecera del valle. Se reagrupan los defensores sin mucho entusiasmo. Clinc, clonc…, las primeras piedras impactan en los escudos policiales, arrecian los insultos. Ambos bandos representan con parsimonia su papel.

La milicia adopta una formación claramente ensayada en cualquier loca academia de policía: cuatro policías con escudo de pie y detrás de cada uno de ellos, dos en cuclillas… ¡Pitufo, que en esa postura te vas a jiñar…! Así no se puede mantener el tipo gallardo, bizarro y amenazador; los chascarrillos de la multitud son más fulminantes que los duros guijarros del Pisuerga. Duro oficio el de policía, te nombran a la familia, te escarnecen y si te descuidas, te arrean… Y todo por defender los supuestos «riñones» de políticos presuntuosos y engreídos.

¡Vaya pedrusco que le han lanzado a Rafael, se están pasando…! Espero que no me reconozca Luis, el vecino del tercero, que le he visto con la mujer en el bar… Realmente las milicias de Oklahoma no parecen muy expertas en estas lindes, se han dejado cercar por un costado y en el otro, el Pisuerga les corta la retirada. A pesar de ello, reciben la orden de carga; una docena de policías sale a la carrera hacia las siluetas agrupadas ante ellos. Gritos, silbidos, abucheos… La arena dificulta la gracilidad de movimientos de ambos contendientes.

¿Has visto cómo le han dado aquél…! ¡Hijos de puta!, ¡hijos de puta…! La verdad es que salvo «aquél», en la penumbra nadie ha percibido gran cosa.

Hacia el linde de la playa con el paseo, tres policías arrastran a duras penas a un hombrecillo de camisa floreada y chillona. Ha perdido en el forcejeo la mitad de los botones y no muestra precisamente un físico muy atlético. Su corajuda mujer arremete contra sus captores. Ante el pasmo de los municipales, un nutrido grupo de mirones se acerca en actitud poco respetuosa pidiendo explicaciones. Ante los esfuerzos del hombre, las imprecaciones de la mujer, las luces de las cámaras y el empuje de la multitud, el detenido recupera su libertad.

«Ya está bien, hemos hecho suficiente», debe pensar el comandante de la milicia, «¡reagruparse y retroceder!, «llamen al Séptimo de Caballería, que se encarguen ellos!». La noche se ilumina de azul, azul de las furgonetas de la Policía Nacional, de sus uniformes, de rabia de los concentrados. Los indios que en la retirada enemiga han conquistado medio valle se ven obligados a replegarse. Ha llegado la hora de la verdad… «¡Esa madera a la hoguera! ¡Esa madera a la hoguera!», rugen decenas de gargantas.

Carga inmediata de la infantería con el apoyo de la caballería mecanizada… Clinc, clonc, clanc, clinc, clonc, clanc, una lluvia de piedras impactan las furgonetas que circulan a una velocidad peligrosa entre los árboles del paseo. ¿Nuevos petardos? ¿Y esas chispas? Balas de goma, una, dos, tres; no hay posibilidades de lucha, hay que salvar el tipo.

Decenas de manos anónimas ayudan a los últimos rezagados a saltar los setos del paseo de Isabel la Católica. «¡Mi hermano está abajo! ¡Hijos de puta, como le hagáis daños os cortos los cojones!», grita-llora una muchacha aferrada a la barandilla del paseo. Cerca, otra joven patea con rabia un grupo de flores del jardín; un adolescente le recrimina su actitud… «¡qué culpa tienen las flores de que tengamos un alcalde cabrón!», y las deposita con primor en el parterre (verdaderamente las tradiciones de comanches y cheroquis siempre fueron muy distintas).

La caballería ha desalojado Las Moreras persiguiendo a los insurrectos hasta el Puente Mayor, donde se detiene (no merece la pena perseguir al enemigo en desbandada hasta la reservas en los barrios de La Victoria y Rondilla). Sin mucha dificultad, dispersa a los concentrados en el paseo de Isabel la Católica, reagrupándose en la entrada de la playa.

Llegan varias televisiones…, a buenas horas…; como los viejos cronistas no viven la historia, la cuentan por referencias indirectas.

En perfecta formación, a pie y en coche se retira la policía; ante mí pasa un enorme nacional de pelo canoso y barba blanca recortada; si no fuera por su uniforme, parecería un genuino catedrático de griego… es obvio que vivimos en la época de la imagen y el diseño.

Bajo a la playa, no queda ni un policía que recrimine la actitud de los gamberros y borrachos que la noche traerá. Playa reconquistada; la paciencia sin duda la táctica del resistente, y el tiempo, su arma más mortífera. Allí se reagrupan entre 200 o 300 muchachos; han encendido una pequeña hoguera, ¡a nadie le importa ya…! Se ha asentado el principio de autoridad y los políticos jactanciosos y prepotentes ya tienen suficientes argumentos para acusar de barbarie o incultura las tribus indias y alabar la civilización tecno-pop que ellos defienden.

Me siento en el muro, fumo mi última pipa… de la noche, de la paz, de la victoria, del recuerdo.

Se ha levantado una fresca brisa nocturna… ¿o siempre estuvo aquí?

A mi lado, dos muchachos se besan.

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