EL PLACER

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Este libro puede leerse como un libro de historia. Con los libros de historia aprendemos el lugar que hemos ocupado en la Tierra a lo largo de los tiempos y de los ciclos y de las mareas. Aprendemos a entender dónde está la raíz de lo que somos. Este libro puede leerse como un libro de mitología. La mitología es el imaginario más poderoso que el ser humano ha creado para explicarnos nuestro comportamiento, nuestras emociones. Nuestras frustraciones. Nuestros deseos. Nuestros juegos de poder. Este libro puede leerse como un libro de anatomía. Pero no un libro de anatomía cualquiera, sino uno que descifra el paisaje más humano del mundo. Este libro puede leerse como un libro ilustrado. Porque María Hesse ha desplegado todo su poder, todo su talento y toda su inteligencia, su delicada y a la vez visceral visión del mundo, y ha llenado este libro de fuerza, de color, de sutileza para representar a la mujer en sus múltiples condiciones, en su infinito caleidoscopio de realidades. Este libro puede leerse como un diario confesional. Un libro de experiencia. Un libro íntimo y universal. Pero este libro, que puede leerse de todas esas formas porque todo eso contiene, debe leerse, sobre todo, como un acto de amor.

No sé cómo sería la primera vez que Eva (la primera mujer que Dios creó sobre la Tierra) se masturbó, si es que lo hizo, pero, después de leer a la novelista y periodista británica Caitlin Moran rememorando la suya, he intentado recordar la mía. Como a muchas de mis amigas, poco o nada me habían hablado de sexo, y además todas crecimos con un gran desconocimiento de nuestro cuerpo. Por eso, no es sorprendente que la primera vez que descubríamos el placer de masturbarnos fuese por pura casualidad. A mí ese momento me llegó cuando aún era una niña. Estaba acostada y ya había rezado «Cuatro esquinitas tiene mi cama», pero no tenía sueño. Comencé a jugar con una pulsera repleta de chinitos de la suerte que colgaba del cabecero mientras, con la otra mano y casi por accidente, me rascaba un picorcillo en la vulva. Pronto centré toda mi atención en el placer que brotaba de aquel lugar que nadie nombraba (no reconocemos aquello que no nombramos) y que empezaba a hincharse. De pronto, por algún motivo insospechado, sentí que estaba haciendo algo malo y paré. Sí, lo mío fue un orgasmus interruptus. Y fue una lástima, porque el descubrimiento cabal de un orgasmo tardaría mucho en llegar.

La vergüenza llegó en la siguiente, cuando ya entraba en la adolescencia. Era de noche y toda mi familia dormía. Yo estaba en el salón de mi casa viendo Robin Hood, príncipe de los ladrones, y en el momento en que Marianne mira con deseo cómo Robin —nada menos que Kevin Costner— se da un baño en la cascada comencé a notar calor y humedad en aquel lugar sin nombre. Todo era muy extraño. En las películas románticas el sexo no admitía detalles. Bastaba un hombre desnudo encima de una mujer desnuda, enlazados en una extraña coreografía, y, como por arte de magia, de repente la cara de ella expresaba un placer desmesurado. En ninguna se hablaba de la masturbación, ni se veía como Dios manda (es un decir) dónde y cómo había que tocar para que aquello «funcionase». Mi única referencia eran los comentarios de mis compañeros de clase. ¿Sería yo también una guarra, como Carmen? Así la llamaron los niños del colegio cuando ella contó que se había «hecho un dedo». Un dedo. Instintivamente lo chupé y me lo metí en la vagina. No sentí ningún placer.

Mi madre nunca me habló del placer de la masturbación y tampoco mencionó nada acerca del sexo. Se diría que aquello no existía en mi casa. Sin embargo, tengo que agradecer que se hablara de la menstruación con total naturalidad. Parece que todo el mundo lo tiene claro: pasamos a ser mujeres cuando nos viene la regla. Pues no, cuando te viene la regla no te sientes más mujer. Eres igual, pero todos los meses sangras. Algunas de mis amigas se quejan de haberse desarrollado muy temprano, y de que les creciera pronto el pecho. Mi caso fue el contrario. Las tetas no acababan de despuntar (hoy sé que no alcanzarían un tamaño mayor del que tenían en aquel entonces) y fui la última del curso en tener la regla. Hasta se me adelantó una amiga con menos delantera que yo. Mi primera regla llegó una mañana en la que mi madre estaba de viaje. No fue como yo esperaba. Una enorme mancha de color marrón (no roja) manchaba mis bragas, y tuve que preguntarle a mi hermana si aquello tan sospechoso era verdaderamente sangre.

En el imaginario colectivo, la menstruación viene asociada al dolor, como si fuera una suerte de castigo que recibimos las mujeres. Pero de hecho, si todo va como debe, no tiene por qué doler. También se la considera algo sucio. Durante mucho tiempo se creyó que en los días de la menstruación la mujer/mutante era capaz de marchitar las plantas, amargar el vino, cortar la mayonesa y hasta enmohecer el bronce y el hierro. No debía bañarse para no volverse loca y, desde luego, no se la podía tocar. Las vueltas de la historia: ahora dicen que la sangre menstrual sirve de abono para las plantas, y que no solo se nos puede acariciar, sino que muchas incluso estamos más sensibles al tacto, nos sentimos más excitadas y podemos alcanzar orgasmos más intensos, que, por si fuera poco, hasta pueden aliviar nuestros dolores menstruales.

El caso es que cuando me vi dentro del apasionante y muy fabulado ciclo de la menstruación, eso del sexo tomó un cariz distinto… ¿Qué edad es buena para mantener nuestra primera relación sexual? Según nuestros progenitores, ninguna. Sobre todo si eres mujer, por si te quedas embarazada. (Claro, los chicos pueden escurrir el bulto, nunca mejor dicho.) Y es que, que se sepa, hasta ahora la Virgen María ha sido la única mujer capaz de quedarse embarazada sin sexo ni técnicas de fecundación in vitro.

Para cuando me eché mi primer novio, aquel intento fallido de masturbación quedaba ya tan lejos como la Antigua Grecia. Mi dedo no me había proporcionado placer con Robin Hood y la cascada de fondo, y además no quería ser «una guarra». Ahora lo que me preocupaba guardaba relación con el amor, porque en mi caso tenía claro que cuando perdiera la «virginidad» sería con alguien especial, de quien estuviera enamorada. Mi primer novio tuvo la paciencia de esperar todo lo que hizo falta, pero después de besos eternos que dejaban los labios amoratados, y restregones en parques (el llamado petting), la cosa se ponía seria.

En esa época lo mejor que podía pasarte era que los de planificación familiar acudieran a tu instituto. Yo no recuerdo que explicaran cómo masturbarse, ni cómo era nuestra vulva, y tampoco que mencionaran el placer. Lo que sí recuerdo es el momento cumbre en que nos enseñaban a ponerle un preservativo a un plátano. Yo tenía dieciséis años, no quería quedarme embarazada y aquello del condón en el plátano no terminaba de convencerme. Estaba segura de que a mí se me rompería. Así que, muy aplicada, decidí ir a un centro de planificación familiar con mi pareja —un chico de mi edad pero con más acné, que probablemente estaba tan asustado como yo— a pedir la receta de la píldora anticonceptiva. Mi madre la encontró en el bolsillo de un pantalón. Por si no era ya suficiente mal trago haber tenido que ir a comprarla a la farmacia, ahora debía enfrentarme al juicio materno. Un mes tardó en hablar conmigo del asunto. Había reunido el valor para hacerme una sola pregunta: «¿Cómo sabes que es el amor de tu vida?». A mi novio, en cambio, su madre le dejó en el cajón una caja de condones. Solo una amiga me ha contado que cuando su madre intuyó que se estaba acostando con su novio, le dijo: «¿Tú disfrutas? Recuerda que tú también tienes que disfrutar».

Existe aún otra carga: la de no ser una «chica fácil», pero tampoco una «estrecha». Ellos muy pronto suelen querer ir al grano, así que a menudo, en las fiestas, cuando ven que se están quedando atrás, las chicas fingen la borrachera para echarle luego la culpa al alcohol. Incluso hoy, muchas mujeres se desentienden, como si la responsabilidad del conocimiento sexual debiera recaer sobre ellos mientras que ellas deben simular que no saben nada. Si no saben nada, ¿cómo van a pedir lo que les gusta? ¿No implica un terrible peso también para ellos? ¿Por qué no descubrir juntos ese misterioso camino hacia el placer?

Finalmente un día decidí que ya era hora de despedirme de mi virginidad. Fue bonito, pues me había encargado de dotar la experiencia de las connotaciones afectivas adecuadas. También fue rápida, indolora y, para qué engañarnos, poco placentera. Porque desconocía el funcionamiento exacto de todas las piezas involucradas en el juego…

La relación con mi primer novio duró varios años, así que fuimos descubriendo juntos los vericuetos el sexo. No puedo decir que no lo disfrutara, pero lo cierto es que no conseguía tener un orgasmo y empezaba a preocuparme. Las pocas amigas que me habían hablado de ello lo describían como algo maravilloso, pero no mencionaban cómo se alcanzaba, y a mí me dio por pensar que probablemente tenía algo roto por ahí abajo que me impedía acceder a las delicias presagiadas.

El placer llegó al fin gracias a mis amigas. Igual que yo enseñé a una de ellas a ponerse un tampón, otra me enseñó que masturbarse era lo mejor del mundo. Se sorprendió de que jamás lo hubiera hecho, pero no me juzgó. Me habló, ella también, del clítoris y de cómo seguía jugando con él aun teniendo novio. Yo ya estaba sin pareja, y no creía en Dios, pero disponía de un maravilloso cuerpo por descubrir. Cuando desaparecieron la culpa y la presión de satisfacer el orgullo de otra persona, llegó el orgasmo. ¡Fuera miedos y vergüenza! La excitación me llegaba a través de todos los sentidos, incluyendo la lectura, que es más poderosa que cualquier imagen explícita.

Lecturas, educación sexual, charlas libres de tapujos… La experiencia y el desembarazarse de prejuicios habían logrado que fuese viviendo mi sexualidad con mayor plenitud. Pero la liberación también es saber decir no, conocerse a una misma, respetarse. Esto parece algo evidente, pero vivimos en una cultura de violencia sexual que hemos asimilado como algo natural. No hay más que ver las series y películas. Cuando al fin parece que nos hemos despojado de la culpa de tener sexo con quien nos dé la gana sin que tenga que ser el amor de nuestras vidas o con un fin reproductivo, sucumbimos a la presión de considerarnos demasiado provocadoras o demasiado reprimidas. «Eres una estrecha. ¿Para qué me calientas si luego no vas a querer nada?» No solo debemos sentirnos libres de pedir lo que nos gusta en el sexo, sino que es fundamental definir y expresar hasta dónde queremos llegar, cuándo queremos parar y rechazar todo aquello que no nos gusta. Sin sentirnos culpables por ello.

Ejemplos de lo que no se nombra en el sexo hay muchísimos, de su lado oscuro (como el de las relaciones sin consentimiento), pero también de sus múltiples lados luminosos. El planeta Placer está lleno de sorpresas. Cuando estaba en la universidad, una amiga me contó algo que le había ocurrido mientras se acostaba con su novio. A ella le habían dicho que cuando vas a tener un orgasmo, sientes como si fueras a hacerte pipí. Así que cuando le llegó esa sensación en medio de un polvo, decidió dejarse llevar y sentir su estallido de placer. Lo que no esperaba es que finalmente acabara orinándose encima. O eso pensó. Hasta que en un cumpleaños me regalaron mi primer vibrador, no comprendí qué le había pasado. Estaba emocionada con mi nuevo juguete y decidí estrenarlo. Con aquella vibración me entraron unas ganas tremendas de orinar. Paré para ir al baño, pero una vez reanudé, me vino de nuevo esa sensación. Un líquido transparente brotó de pronto y manchó mi cama. No olía, no era amarillo.

Con la llegada del succionador de clítoris, muchas mujeres compartieron que eyaculaban. A mí también me ocurría, pero no siempre, y no sabía cómo ni por qué. Fue leyendo a Diana Torres como descubrí que en la mayoría de los casos es preciso no tensar los músculos. Misterio desvelado, o al menos en mi caso funcionó. No todas somos iguales, y no a todas nos vale la misma receta, pero os animo a relajar la musculatura de la zona de la vulva. Aunque no eyaculéis, la sensación del orgasmo es diferente y dura más.

Gracias a mis amigas había conseguido romper con muchos pudores, pero aún seguía con la idea de que el sexo oral era algo desagradable, una guarrería. Y ni pensar en el beso de después… Todo cambió gracias a Pablo. Llevábamos un par de noches enrollándonos cuando por fin fuimos a su casa. Por aquel entonces aún no era capaz de ir, en la primera noche, más allá de los besos y las manos que se colaban por debajo de la ropa. Él era mayor que yo y notó mi nerviosismo cuando empezamos a desnudarnos. Nunca olvidaré su reacción: «¿Estás bien? Paramos en el momento que tú me digas». Y luego, mientras bajaba lentamente hacia mi sexo: «Relájate». Era la primera vez que alguien se tomaba con calma mi placer sin esperar a cambio nada más que el mero hecho de verme disfrutar, y hasta que no alcancé el orgasmo no cejó en su empeño. Fue tal mi excitación que quise agradecérselo de igual modo y me llevé una buena sorpresa al comprobar que aquello me producía casi tanta satisfacción como a él. Desde aquel instante el sexo oral se ha convertido no ya en un preliminar, sino en un imprescindible. Claro que no siempre he tenido la misma suerte.

Todas somos diferentes y obtenemos el placer de formas distintas. Por eso es imprescindible explorarse para, llegado el caso, guiar a tu pareja, hablarle sin tapujos de lo que te gusta y lo que no te gusta, de tus fantasías. No hay una fórmula única. Cada persona es distinta y con necesidades diferentes, solo hay que conocerse y desaprender lo aprendido.

Todos los días las mujeres sufrimos la presión del cuerpo eternamente joven. A los cincuentones les gustan las veinteañeras, y nosotras lamentamos cada año que cumplimos. ¿No es ridículo? Miro a mi yo de veinte años y no quiero volver a él. Mis muslos están más blandos, en mi cabeza asoman las canas y en mi rostro aparecen arrugas. Pero mi cuerpo y mi cabeza me pertenecen ahora más que nunca. Ahora sé lo que me gusta, sé pedir sin pudor. No me avergüenza no estar depilada. La menstruación no me impide follar con nadie. Me encanta masturbarme sin culpa, tenga pareja o no, y no como sustituto del sexo compartido.

Yo no vuelvo a los veinte años. He tardado mucho tiempo, han hecho falta largas conversaciones con mis amigas, tocarme mucho, ponerme las gafas moradas, conocer a amantes, y aprender con ellos y de ellos. No, no me avergüenza mi cuerpo desnudo cuyas formas se apartan de la norma. Está lleno de vida. Mi cuerpo es un templo y a veces dejo que entren en él. Tanto esfuerzo para romper con una religión que me educó en la culpa para ahora sacralizar el sexo. Pasar del sexo por amor al sexo por placer, separar lo emocional de lo físico para acabar comprendiendo que el mayor placer está cuando sumas ambas cosas. Mi cuerpo es un templo, y el suyo también lo es. No importa que no nos conozcamos, que solo entre en mi vida una noche. Si compartimos un momento íntimo y extraordinario, lo voy a cuidar y también le voy a pedir.

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