LA PREGUNTA DEL ELEFANTE

439402446_1153319689044269_6900915140696811205_n

Como cada año, todos subieron a lo alto de la colina.

Al elefante le traía de cabeza una pregunta muy difícil.

Juntos tratarían de hallar la respuesta.

Faltaba la pareja de tortugas: la señora tortuga estaba enferma.

La hormiga no cabía en sí de satisfacción.

“Hay que progresar en la vida”, pensó.

Por fin tendría la oportunidad de demostrar lo que valía.

Le correspondía a ella dirigir el encuentro.

Se había comprado una gafitas para la ocasión.

Con unas lentes caladas sobre la nariz, sería más fácil que sus compañeros la escucharan.

-¡Adelante con esa pregunta, Elefante! –exclamó la hormiga incluso antes de que los demás hubieran encontrado un sitio donde acomodarse.

-Yo… ejem…como –tartamudeó el elefante.

-Venga, Elefante, date prisa –insistió la hormiga-. Que tengo muchas cosas que hacer.

Miró su reloj, impaciente.

-Yo… ejem…-repitió el elefante. Respiró hondo y prosiguió-: Me gustaría saber cómo se puede… qué se siente cuando… Bueno, lo diré:

¿Cómo se puede saber si se quiere a alguien?

Querer, anotó la hormiga en el libro de las preguntas difíciles. Con una inclinación de cabeza dio la palabra al ratón, que había levantado la patita.

-Jamás olvidaré la primera vez que la vi –explicó el ratón-. Me sentí grande y fuerte como un elefante. Nunca antes había sentido nada similar.

-Cada vez que beso a mi príncipe, me olvido de todas mis desgracias: madrastras malas, riñas, manzanas ácidas…-añadió Blancanieves-. Ignoro a qué se debe. Pienso que el amor hace esas cosas.

-Cuando mi amada se acuesta a mi lado entro enseguida en calor –dijo la piedra.

-¡Si estoy cansada, él me da un empujoncito en la espalda! –exclamó la mar, apoyándose por un instante en el viento que estaba sentado junto a ella.

-Nosotras siempre acabamos flotando en la misma dirección –se reían las nubes-. Pese a nuestros bramidos y chisporroteos.

-Vaya… ¿Cómo se sabe si se quiere a alguien? –caviló el vagabundo. Unas veces casi lo sé. Y otras no lo sé en absoluto.

-A mí ni me preguntes –advirtió el explorador-. Yo aún no he encontrado a mi amada. Al parecer, es lo que pasa: quien la busca no da con ella.

-¿Y tú, Manzano? –terció la hormiga para romper el silencio que se hizo de pronto y terminar cuanto antes.

-Yo no puedo vivir sin la luz –confesó el manzano-, pero cuando está conmigo la cubro de sombra. Son esos los disparates que se comenten cuando se está enamorado.

-Cada vez que veo a mi amado me sonrojo –susurró la manzana con timidez.

-Mi querida osa me proporciona la sensación de estar en una isla muy cálida –soñó el oso polar, y la abrazó con tal fuerza que por poco se caen.

-Cuando me canso, Luna siempre me toma el relevo –suspiró el sol-. Es un encanto.

-Nosotros nos amamos tanto que nos derretimos –arrullaron los copitos de nieve. Estaba claro que no decían ninguna mentira, porque bajo su asiento había un charquito de agua.

-Pienso en él todos los días –dijo la abuela-, aunque se fue hace tiempo. Cada semana elijo un bonito poema. Se lo leo en nuestro paraje favorito.

“Leer poemas a alguien que ya no está”, apuntó la hormiga. Arqueó las cejas. Jamás había oído cosa más extraña.

-¡Sí! –exclamó la niña-. Yo también hago eso. Además escribo mis propias poesías. Las deslizo en el bolsillo de su abrigo mientras caminamos juntos por el patio. ¿Quiere que le lea uno?

-No hace falta –se precipitó la hormiga. Si la niña se ponía a recitar poemas, la reunión no se terminaría en la vida.

-Mi amado dice que soy una estrella que brilla en su firmamento –sonríe la bella dama-. Por eso le quiero, creo…

-La adoro –tosió el hombre de mala salud-, tanto que me alegro de que el enfermo sea yo y no ella.

-Nosotras no necesitamos palabras –aseguraron las estrellas-. Podemos convivir en silencio durante siglos.

-Pues eso es –resumió el acróbata-. Todo eso y mucho más.

-Gracias –dijo el Elefante-. Disculpadme. Tengo que irme. Y bajó la colina corriendo.

“Sandeces”, pensó la hormiga. “Nada más que sandeces”. Empuñó el mazo y dio un golpe en la mesa, como le había visto hacer a la tortuga al final de cada reunión. Acto seguido se apresuró a su trabajo. Le esperaba un día ajetreado.

En el camino se detuvo un momento en casa de la tortuga.

-Aquí tienes el libro –dijo la hormiga-. He anotado minuciosamente todas las respuestas.

-Entra –la invitó el señor tortuga-. ¿Te apetece tomar un té? Está riquísimo. Se lo acabo de hacer a mi mujer. Sienta de maravilla a los enfermos.

-No, gracias –respondió la hormiga-. No tengo tiempo. Se alejó a toda prisa sin comprender por qué de repente se sentía tan sola.

Deja un comentario